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El Jardinero y el Señor
Grimm Märchen

El Jardinero y el Señor - Cuento de hadas de Hans Christian Andersen

Tiempo de lectura para niños: 19 min

A una milla de distancia de la capital había una antigua residencia señorial rodeada de gruesos muros, con torres y hastiales. Vivía allí, aunque sólo en verano, una familia rica y de la alta nobleza. De todos los dominios que poseía, esta finca era la mejor y más hermosa. Por fuera parecía como acabada de construir, y por dentro todo era cómodo y agradable. Sobre la puerta estaba esculpido el blasón de la familia. Magníficas rocas se enroscaban en torno al escudo y los balcones, y una gran alfombra de césped se extendía por el patio. Había allí oxiacantos y acerolos de flores encarnadas, así como otras flores raras, además de las que se criaban en el invernadero. El propietario tenía un jardinero excelente; daba gusto ver el jardín, el huerto y los frutales. Contiguo quedaba todavía un resto del primitivo jardín del castillo, con setos de arbustos, cortados en forma de coronas y pirámides. Detrás quedaban dos viejos y corpulentos árboles, casi siempre sin hojas; por el aspecto se hubiera dicho que una tormenta o un huracán los había cubierto de grandes terrones de estiércol, pero en realidad cada terrón era un nido. Moraba allí desde tiempos inmemoriales un montón de cuervos y cornejas. Era un verdadero pueblo de aves, y las aves eran los verdaderos señores, los antiguos y auténticos propietarios de la mansión señorial. Despreciaban profundamente a los habitantes humanos de la casa, pero toleraban la presencia de aquellos seres rastreros, incapaces de levantarse del suelo. Sin embargo, cuando esos animales inferiores disparaban sus escopetas, las aves sentían un cosquilleo en el espinazo; entonces, todas se echaban a volar asustadas, gritando «¡rab, rab! ». Con frecuencia el jardinero hablaba al señor de la conveniencia de cortar aquellos árboles, que afeaban al paisaje. Una vez suprimidos, decía, la finca se libraría también de todos aquellos pajarracos chillones, que tendrían que buscarse otro domicilio. Pero el dueño no quería desprenderse de los árboles ni de las aves; eran algo que formaba parte de los viejos tiempos, y de ningún modo quería destruirlo.

– Los árboles son la herencia de los pájaros; haríamos mal en quitársela, mi buen Larsen. Tal era el nombre del jardinero, aunque esto no importa mucho a nuestra historia.

– ¿No tienes aún bastante campo para desplegar tu talento, amigo mío? Dispones de todo el jardín, los invernaderos, el vergel y el huerto. Cierto que lo tenía, y lo cultivaba y cuidaba todo con celo y habilidad, cualidades que el señor le reconocía, aunque a veces no se recataba de decirle que, en casas forasteras, comía frutos y veía flores que superaban en calidad o en belleza a los de su propiedad; y aquello entristecía al jardinero, que hubiera querido obtener lo mejor, y ponía todo su esfuerzo en conseguirlo. Era bueno en su corazón y en su oficio. Un día su señor lo mandó llamar, y, con toda la afabilidad posible, le contó que la víspera, hallándose en casa de unos amigos, le habían servido unas manzanas y peras tan jugosas y sabrosas, que habían sido la admiración de todos los invitados. Cierto que aquella fruta no era del país, pero convenía importarla y aclimatarla, a ser posible. Se sabía que la habían comprado en la mejor frutería de la ciudad; el jardinero debería darse una vuelta por allí, y averiguar de dónde venían aquellas manzanas y peras, para adquirir esquejes. El jardinero conocía perfectamente al frutero, pues a él le vendía, por cuenta del propietario, el sobrante de fruta que la finca producía. Se fue el hombre a la ciudad y preguntó al frutero de dónde había sacado aquellas manzanas y peras tan alabadas.

– ¡Si son de su propio jardín! -respondió el vendedor, mostrándoselas; y el jardinero las reconoció en seguida. ¡No se puso poco contento el jardinero! Corrió a decir a su señor que aquellas peras y manzanas eran de su propio huerto. El amo no podía creerlo.

– No es posible, Larsen. ¿Podría usted traerme por escrito una confirmación del frutero? Y Larsen volvió con la declaración escrita.

– ¡Es extraño! -dijo el señor. En adelante, todos los días fueron servidas a la mesa de Su Señoría grandes bandejas de las espléndidas manzanas y peras de su propio jardín, y fueron enviadas por fanegas y toneladas a amistades de la ciudad y de fuera de ella; incluso se exportaron. Todo el mundo se hacía lenguas. Hay que observar, de todos modos, que los dos últimos veranos habían sido particularmente buenos para los árboles frutales; la cosecha había sido espléndida en todo el país. Transcurrió algún tiempo; un día el señor fue invitado a comer en la Corte. A la mañana siguiente, Su Señoría mandó llamar al jardinero. Habían servido unos melones producidos en el invernadero de Su Majestad, jugosos y sabrosísimos.

– Mi buen Larsen, vaya usted a ver al jardinero de palacio y pídale semillas de estos exquisitos melones.

– ¡Pero si el jardinero de palacio recibió las semillas de aquí! -respondió Larsen, satisfecho.

– En este caso, el hombre ha sabido obtener un fruto mejor que el nuestro -replicó Su Señoría-. Todos los melones resultaron excelentes.

– Pues me siento muy orgulloso de ello -dijo el jardinero-. Debo manifestar a Vuestra Señoría, que este año el hortelano de palacio no ha tenido suerte con los melones, y al ver lo hermosos que eran los nuestros, y después de haberlos probado, encargó tres de ellos para palacio.

– ¡No, no Larsen! No vaya usted a imaginarse que aquellos melones eran de esta propiedad.

– Pues estoy seguro de que lo eran -. Y se fue a ver al jardinero de palacio, y volvió con una declaración escrita de que los melones servidos en la mesa real procedían de la finca de Su Señoría. Aquello fue una nueva sorpresa para el señor, quien divulgó la historia, mostrando la declaración. Y de todas partes vinieron peticiones de que se les facilitaran pepitas de melón y esquejes de los árboles frutales. Recibiéronse noticias de que éstos habían cogido bien y de que daban frutos excelentes, hasta el punto de que se les dio el nombre de Su Señoría, que, por consiguiente, pudo ya leerse en francés, inglés y alemán. ¡Quién lo hubiera pensado! «¡Con tal de que al jardinero no se le suban los humos a la cabeza! », pensó el señor. Pero el hombre se lo tomó de modo muy distinto. Deseoso de ser considerado como uno de los mejores jardineros del país, esforzóse por conseguir año tras año los mejores productos. Mas con frecuencia tenía que oír que nunca conseguía igualar la calidad de las peras y manzanas de aquel año famoso. Los melones seguían siendo buenos, pero ya no tenían aquel perfume. Las fresas podían llamarse excelentes, pero no superiores a las de otras fincas, y un año en que no prosperaron los rábanos, sólo se habló de aquel fracaso, sin mencionarse los productos que habían constituido un éxito auténtico. El dueño parecía experimentar una sensación de alivio cuando podía decir: – ¡Este año no estuvo de suerte, amigo Larsen! -. Y se le veía contentísimo cuando podía comentar: – Este año sí que hemos fracasado. Un par de veces por semana, el jardinero cambiaba las flores de la habitación, siempre con gusto exquisito y muy bien dispuestas; las combinaba de modo que resaltaran sus colores.

– Tiene usted buen gusto, Larsen – decíale Su Señoría -. Es un don que le ha concedido Dios, no es obra suya. Un día se presentó el jardinero con una gran taza de cristal que contenía un pétalo de nenúfar; sobre él, y con el largo y grueso tallo sumergido en el agua, había una flor radiante, del tamaño de un girasol.

– ¡El loto del Indostán! – exclamó el dueño. Jamás habían visto aquella flor; durante el día la pusieron al sol, y al anochecer a la luz de una lámpara. Todos los que la veían la encontraban espléndida y rarísima; así lo manifestó incluso la más distinguida de las señoritas del país, una princesa, inteligente y bondadosa por añadidura. Su Señoría tuvo a honor regalársela, y la princesa se la llevó a palacio. Entonces el propietario se fue al jardín con intención de coger otra flor de la especie, pero no encontró ninguna, por lo que, llamando al jardinero, le preguntó de dónde había sacado el loto azul.

– La he estado buscando inútilmente – dijo el señor -. He recorrido los invernaderos y todos los rincones del jardín.

– No, desde luego allí no hay – dijo el jardinero -. Es una vulgar flor del huerto. Pero, ¿verdad que es bonita? Parece un cacto azul y, sin embargo, no es sino la flor de la alcachofa.

– Pues tenía que habérmelo advertido -exclamó Su Señoría-. Creímos que se trataba de una flor rara y exótica. Me ha hecho usted tirarme una plancha con la princesa. Vio la flor en casa, la encontró hermosa; no la conocía, a pesar de que es ducha en Botánica, pero esta Ciencia nada tiene de común con las hortalizas. ¿Cómo se le ocurrió, mi buen Larsen, poner una flor así en la habitación? ¡Es ridículo! Y la hermosa flor azul procedente del huerto fue desterrada del salón de Su Señoría, del que no era digna, y el dueño fue a excusarse ante la princesa, diciéndole que se trataba simplemente de una flor de huerto traída por el jardinero, el cual había sido debidamente reconvenido.

– Pues es una lástima y una injusticia -replicó la princesa-. Nos ha abierto los ojos a una flor de adorno que despreciábamos, nos ha mostrado la belleza donde nunca la habíamos buscado. Quiero que el jardinero de palacio me traiga todos los días, mientras estén floreciendo las alcachofas, una de sus flores a mi habitación. Y la orden se cumplió. Su Señoría mandó decir al jardinero que le trajese otra flor de alcachofa.

– Bien mirado, es bonita -observó- y muy notable -. Y encomió al jardinero. «Esto le gusta a Larsen -pensó-. Es un niño mimado». Un día de otoño estalló una horrible tempestad, que arreció aún durante la noche, con tanta furia que arrancó de raíz muchos grandes árboles de la orilla del bosque y, con gran pesar de Su Señoría – un «gran pesar» lo llamó el señor -, pero con gran contento del jardinero, también los dos árboles pelados llenos de nidos. Entre el fragor de la tormenta pudo oírse el graznar alborotado de los cuervos y cornejas; las gentes de la casa afirmaron que golpeaban con las alas en los cristales.

– Ya estará usted satisfecho, Larsen -dijo Su Señoría-; la tempestad ha derribado los árboles, y las aves se han marchado al bosque. Aquí nada queda ya de los viejos tiempos; ha desaparecido toda huella, toda señal de ellos. Pero a mí esto me apena. El jardinero no contestó. Pensaba sólo en lo que habla llevado en la cabeza durante mucho tiempo: en utilizar aquel lugar soleado de que antes no disponía. Lo iba a transformar en un adorno del jardín, en un objeto de gozo para Su Señoría. Los corpulentos árboles abatidos habían destrozado y aplastado los antiquísimos setos con todas sus figuras. El hombre los sustituyó por arbustos y plantas recogidas en los campos y bosques de la región. A ningún otro jardinero se le había ocurrido jamás aquella idea. Él dispuso los planteles teniendo en cuenta las necesidades de cada especie, procurando que recibiesen el sol o la sombra, según las características de cada una. Cuidó la plantación con el mayor cariño, y el conjunto creció magníficamente. Por la forma y el color, el enebro de Jutlandia se elevó de modo parecido al ciprés italiano; lucía también, eternamente verde, tanto en los fríos invernales como en el calor del verano, la brillante y espinosa oxiacanta. Delante crecían helechos de diversas especies, algunas de ellas semejantes a hijas de palmeras, y otras, parecidas a los padres de esa hermosa y delicada planta que llamamos culantrillo. Estaba allí la menospreciada bardana, tan linda cuando fresca, que habría encajado perfectamente en un ramillete. Estaba en tierra seca, pero a mayor profundidad que ella y en suelo húmedo crecía la acedera, otra planta humilde y, sin embargo, tan pintoresca y bonita por su talla y sus grandes hojas. Con una altura de varios palmos, flor contra flor, como un gran candelabro de muchos brazos, levantábase la candelaria, trasplantada del campo. Y no faltaban tampoco las aspérulas, dientes de león y muguetes del bosque, ni la selvática cala, ni la acederilla trifolia. Era realmente magnífico. Delante, apoyadas en enrejados de alambre, crecían, en línea, perales enanos de procedencia francesa. Como recibían sol abundante y buenos cuidados, no tardaron en dar frutos tan jugosos como los de su tierra de origen. En lugar de los dos viejos árboles pelados erigieron un alta asta de bandera, en cuya cima ondeaba el Danebrog, y a su lado fueron clavadas otras estacas, por las que, en verano y otoño, trepaban los zarcillos del lúpulo con sus fragantes inflorescencias en bola, mientras en invierno, siguiendo una antigua costumbre, se colgaba una gavilla de avena con objeto de que no faltase la comida a los pajarillos del cielo en la venturosa época de las Navidades.

– ¡En su vejez, nuestro buen Larsen se nos vuelve sentimental! -decía Su Señoría-. Pero nos es fiel y adicto. Por Año Nuevo, una revista ilustrada de la capital publicó una fotografía de la antigua propiedad señorial. Aparecía en ella el asta con la bandera danesa y la gavilla de avena para las avecillas del cielo en los alegres días navideños. El hecho fue comentado y alabado como una idea simpática, que resucitaba, con todos sus honores, una vieja costumbre.

– Resuenan las trompetas por todo lo que hace ese Larsen. ¡Es un hombre afortunado! Casi hemos de sentirnos orgullosos de tenerlo. Pero no se sentía orgulloso el gran señor. Se sentía sólo el amo que podía despedir a Larsen, pero que no lo hacía. Era una buena persona, y de esta clase hay muchas, para suerte de los Larsen. Y ésta es la historia «del jardinero y el señor». Detente a pensar un poco en ella.

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Antecedentes

Interpretaciones

Lengua

„El Jardinero y el Señor“ es un cuento de Hans Christian Andersen que explora las complejidades de la apreciación del talento, el reconocimiento y la relación entre el esfuerzo humano y el reconocimiento social. A través de la historia del jardinero Larsen y su señor, Andersen nos invita a reflexionar sobre temas como el valor de las tradiciones, la percepción del éxito y la naturaleza del verdadero mérito.

La historia se desarrolla en una antigua finca señorial, donde el jardinero Larsen cuida meticulosamente el jardín, produciendo algunas de las frutas y flores más admiradas del país. El señor de la finca, a menudo ignorante del origen de estas maravillas, termina por sorprenderse al descubrir que los magníficos frutos y flores que tanto admiraba provenían de su propio jardín, gracias al esfuerzo y la habilidad de Larsen.

Entre líneas, el cuento profundiza en las tensiones entre el orgullo del propietario y la verdadera creatividad del jardinero. A pesar de sus éxitos, Larsen sigue enfrentándose a constantes comparaciones y falta de reconocimiento; sin embargo, su dedicación le permite seguir innovando en su trabajo, encontrando belleza incluso en lo que otros consideran simpleza, como en el caso de la flor de alcachofa que regaló a la princesa.

Andersen también toca el tema de la tradición y la modernidad. El señor se muestra reticente a cambiar el antiguo paisaje lleno de árboles y cuervos, simbolizando un apego a la herencia y al pasado. Sin embargo, una tormenta que derriba los viejos árboles abre nuevas posibilidades para el jardinero, quien transforma esa parte del jardín en un lugar de belleza y significado renovado al incorporar plantas locales y prácticas modernas, conservando, al mismo tiempo, elementos tradicionales como el asta con la bandera y la gavilla de avena.

Finalmente, el cuento refleja sobre el potencial no reconocido que muchas veces reside en lo cotidiano y común. A pesar de que Larsen no siempre es apreciado en su totalidad por su señor, encuentra un aliado inesperado en la princesa, que valora la belleza simple que él ha sabido ver y presentar.

En resumen, el relato sugiere que el esfuerzo sincero y la creatividad pueden encontrar reconocimiento, aunque a menudo no de la forma esperada, y que la verdadera apreciación no siempre proviene de aquellos que poseen el poder, sino de aquellos que comprenden y valoran verdaderamente la belleza y el esfuerzo.

„El Jardinero y el Señor“ de Hans Christian Andersen es un cuento que, a través de su narrativa, ofrece una reflexión sobre la percepción, el reconocimiento y el valor real de las cosas frente a las apariencias y expectativas preconcebidas.

Este cuento de hadas pone en contraste dos personajes principales: el señor propietario de una finca nobiliaria y su jardinero, Larsen. A lo largo de la historia, se presenta un debate constante entre las aparentes expectativas del señor y la autenticidad del jardinero. El señor constantemente busca lo mejor y lo más exótico, sin darse cuenta de que ya posee lo que busca. Esto se revela, por ejemplo, cuando descubre que las frutas y melones que tanto admira ya provienen de su propio jardín, a pesar de su inicial incredulidad.

La historia también destaca un tema de reconocimiento y poder. El señor busca validar su propiedad y prestigio a través de elementos externos, como realzar la rareza de una flor, sólo para darse cuenta de que la belleza que tanto admiraba era más humilde de lo que pensaba, como en el caso de la flor de alcachofa. A través de la narración, Andersen plantea una crítica a las expectativas de alta sociedad que a menudo subestiman lo auténtico y lo sencillo.

El cuento también trata sobre la resistencia al cambio y el valor de lo antiguo, representado por los árboles llenos de cuervos. Mientras que el jardinero ve la oportunidad de mejorar y adaptarse, el señor está aferrado al simbolismo y la nostalgia, sintiendo una pérdida con el cambio impuesto por la naturaleza.

El final del cuento refleja una dualidad entre la figura del jardinero y el señor. Mientras que el señor se siente atrapado en su papel y estatus, el jardinero sigue siendo fiel y persiste en su búsqueda de mejorar el jardín, logrando finalmente reconocimiento. La fotografía en la revista ilustra cómo una simple tradición, promovida por el jardinero, puede devolver el valor y el significado a lo que antes se pasaba por alto.

En resumen, „El Jardinero y el Señor“ invita al lector a reflexionar sobre la capacidad de apreciar la belleza y el valor en lo que ya se posee, la importancia de autenticidad sobre la superficialidad, y la aceptación del cambio transformador.

El cuento „El Jardinero y el Señor“ de Hans Christian Andersen ofrece una profunda reflexión sobre varios temas, entre los cuales destacan las relaciones entre clases sociales, el reconocimiento del talento, y la percepción de lo valioso o bello en función del contexto social.

Desde un punto de vista lingüístico, el uso del lenguaje en el cuento es notable por su combinación de descripciones detalladas y diálogos reveladores. Andersen emplea un lenguaje descriptivo para pintar una vívida imagen de la finca, el jardín y la vegetación, lo que ayuda a los lectores a imaginar el escenario donde transcurren los eventos. Esto se ve, por ejemplo, en la detallada descripción inicial de la residencia señorial y sus alrededores.

El diálogo entre los personajes es fundamental para el desarrollo de la trama y para desvelar sus personalidades y motivaciones. El jardinero, Larsen, es presentado como un hombre humilde, diligente y talentoso, que se enorgullece de su trabajo, pero que también muestra una gran humildad y modestia. Por otro lado, el señor es un personaje que encarna la alta sociedad, alguien que valora más el prestigio y las apariencias que el verdadero conocimiento o mérito.

Uno de los temas centrales del cuento es la subestimación de lo cotidiano y cómo a menudo se necesita la validación externa para apreciar lo que se tiene cerca. Este tema se manifiesta cuando el señor descubre que las manzanas y melones excepcionales que elogia no son importadas ni compradas, sino cosechadas en su propio jardín. La ironía del relato es evidente: los tesoros más valiosos estaban siempre al alcance, pero no fueron apreciados sino hasta que fueron reconocidos por otros.

La interacción entre Larsen y el señor también ilustra las tensiones de clase, donde el señor, a pesar de ser justo y benévolo, no puede evitar mirar a Larsen con una cierta condescendencia, subestimándolo en varias ocasiones. Este escepticismo se rompe temporalmente solo cuando intervienen terceros (como el frutero o el jardinero de palacio) para autenticar las proezas de Larsen.

La historia también aborda el tema del cambio frente a la tradición. A pesar de las propuestas de innovación del jardinero, el señor se aferra a los viejos tiempos, representados por los árboles y las aves que Larsen quisiera remover para mejorar el jardín. Sin embargo, el cambio es inevitable, como lo simboliza la tormenta que derrumba los árboles. Larsen aprovecha esta transformación para crear algo nuevo y hermoso, aunque al final, las estructuras tradicionales simbolizadas por la bandera nacional continúan reafirmando el poder y la permanencia de ciertas tradiciones.

En suma, „El Jardinero y el Señor“ es una narrativa rica en matices que explora las complejidades de las relaciones humanas y la percepción del valor, usando un lenguaje que combina lo descriptivo con lo moralizante, de tal manera que invita al lector a reflexionar sobre el acto mismo de juzgar y apreciar el talento y la belleza.


Información para el análisis científico

Indicador
Valor
TraduccionesDE, EN, DA, ES, FR, IT
Índice de legibilidad de Björnsson44.4
Flesch-Reading-Ease Índice20.1
Flesch–Kincaid Grade-Level12
Gunning Fog Índice18.3
Coleman–Liau Índice11.8
SMOG Índice12
Índice de legibilidad automatizado9.1
Número de Caracteres13.535
Número de Letras10.778
Número de Frases136
Número de Palabras2.299
Promedio de Palabras por oración16,90
Palabras con más de 6 letras631
Porcentaje de palabras largas27.4%
Número de Sílabas4.607
Promedio de Sílabas por Palabra2,00
Palabras con tres Sílabas683
Porcentaje de palabras con tres sílabas29.7%
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