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El Jardín del Paraíso
Grimm Märchen

El Jardín del Paraíso - Cuento de hadas de Hans Christian Andersen

Tiempo de lectura para niños: 39 min

Érase una vez un príncipe, hijo de un rey; nadie poseía tantos y tan hermosos libros como él; en ellos se leía cuanto sucede en el mundo, y además tenían bellísimas estampas. Hablábase en aquellos libros de todos los pueblos y países; pero ni una palabra contenían acerca del lugar donde se hallaba el Paraíso terrenal, y éste era precisamente el objeto de los constantes pensamientos del príncipe. De muy niño, ya antes de ir a la escuela, su abuelita le había contado que las flores del Paraíso eran pasteles, los más dulces que quepa imaginar, y que sus estambres estaban henchidos del vino más delicioso. Una flor contenía toda la Historia, otra la Geografía, otra las tablas de multiplicar; bastaba con comerse el pastel y ya se sabía uno la lección; y cuanto más se comía, más Historia se sabía, o más Geografía o Aritmética. El niño lo había creído entonces, pero a medida que se hizo mayor y se fue despertando su inteligencia y enriqueciéndose con conocimientos, comprendió que la belleza y magnificencia del Paraíso terrenal debían ser de otro género.

– ¡Ay!, ¿por qué se le ocurriría a Eva comer del árbol de la ciencia del bien y del mal? ¿Por qué probó Adán la fruta prohibida? Lo que es yo no lo hubiera hecho, y el mundo jamás habría conocido el pecado. Así decía entonces, y así repetía cuando tuvo ya cumplidos diecisiete años. El Paraíso absorbía todos sus pensamientos. Un día se fue solo al bosque, pues era aquél su mayor placer. Hízose de noche, acumuláronse los nubarrones en el cielo, y pronto descargó un verdadero diluvio, como si el cielo entero fuese una catarata por la que el agua se precipitaba a torrentes; la oscuridad era tan completa como puede serlo en el pozo más profundo. Caminaba resbalando por la hierba empapada y tropezando con las desnudas piedras que sobresalían del rocoso suelo. Nuestro pobre príncipe chorreaba agua, y en todo su cuerpo no quedaba una partícula seca. Tenía que trepar por grandes rocas musgosas, rezumantes de agua, y se sentía casi al límite de sus fuerzas, cuando de pronto percibió un extraño zumbido y se encontró delante de una gran cueva iluminada. En su centro ardía una hoguera, tan grande como para poder asar en ella un ciervo entero; y así era realmente: un ciervo maravilloso, con su altiva cornamenta, aparecía ensartado en un asador que giraba lentamente entre dos troncos enteros de abeto. Una mujer anciana, pero alta y robusta, cual si se tratase de un hombre disfrazado, estaba sentada junto al fuego, al que echaba leña continuamente.

– Acércate -le dijo-. Siéntate al lado del fuego y sécate las ropas.

– ¡Qué corriente hay aquí! -observó el príncipe, sentándose en el suelo.

– Más fuerte será cuando lleguen mis hijos -respondió la mujer-. Estás en la gruta de los vientos; mis hijos son los cuatro vientos de la Tierra. ¿Entiendes?

– ¿Dónde están tus hijos? -preguntó el príncipe.

– ¡Oh! Es difícil responder a preguntas tontas -dijo la mujer-. Mis hijos obran a su capricho, juegan a pelota con las nubes allá arriba, en la sala grande -. Y señaló el temporal del exterior.

– Ya comprendo -contestó el príncipe-. Pero habláis muy bruscamente; no son así las doncellas de mi casa.

– ¡Bah!, ellas no tienen otra cosa que hacer. Yo debo ser dura, si quiero mantener a mis hijos disciplinados; y disciplinados los tengo, aunque no es fácil cosa manejarlos. ¿Ves aquellos cuatro sacos que cuelgan de la pared? Pues les tienen más miedo del que tú le tuviste antaño al azote detrás del espejo. Puedo dominar a los mozos, te lo aseguro, y no tienen más remedio que meterse en el saco; aquí no andamos con remilgos. Y allí se están, sin poder salir y marcharse por las suyas, hasta que a mí me da la gana. Ahí llega uno. Era el viento Norte, que entró con un frío glacial, esparciendo granizos por el suelo y arremolinando copos de nieve. Vestía calzones y chaqueta de piel de oso, y traía una gorra de piel de foca calada hasta las orejas; largos carámbanos le colgaban de las barbas, y granos de pedrisco le bajaban del cuello, rodando por la chaqueta.

– ¡No se acerque enseguida al fuego! -le dijo el príncipe-. Podrían helársele la cara y las manos.

– ¡Hielo! -respondió el viento con una sonora risotada-. ¡Hielo! ¡No hay cosa que más me guste! Pero, ¿de dónde sale ese mequetrefe? ¿Cómo has venido a dar en la gruta de los vientos?

– Es mi huésped -intervino la vieja-, y si no te gusta mi explicación, ya estás metiéndote en el saco. ¿Me entiendes? Bastaron estas palabras para hacerle entrar en razón, y el viento Norte se puso a contar de dónde venía y dónde había estado aquel mes.

– Vengo de los mares polares -dijo-; estuve en la Isla de los Osos con los balleneros rusos, durmiendo sentado en el timón cuando zarparon del Cabo Norte; de vez en cuando me despertaba un poquitín, y me encontraba con el petrel volando entre mis piernas. Es un ave muy curiosa: pega un fuerte aletazo y luego se mantiene inmóvil, con las alas desplegadas.

– No te pierdas en digresiones -dijo la madre-. ¿Llegaste luego a la Isla de los Osos?

– ¡Qué hermoso es aquello! Hay una pista de baile lisa como un plato, y nieve semiderretida, con poco musgo; esparcidos por el suelo había también agudas piedras y esqueletos de morsas y osos polares, como gigantescos brazos y piernas, cubiertos de moho. Habríase dicho que nunca brillaba allí el sol. Soplé ligeramente por entre la niebla para que pudiera verse el cobertizo. Era una choza hecha de maderos acarreados por las aguas; el tejado estaba cubierto de pieles de morsa con la parte interior vuelta hacia fuera, roja y verde; sobre el techo había un oso blanco gruñendo. Me fui a la playa, a ver los nidos de los polluelos, que chillaban abriendo el pico. Les soplé en el gaznate para que lo cerrasen. Más lejos revolcábanse las morsas, parecidas a intestinos vivientes o gigantescas orugas con cabeza de cerdo y dientes de una vara de largo.

– Te explicas bien, hijo -observó la madre-. La boca se me hace agua oyéndote.

– Luego empezó la caza. Dispararon un arpón al pecho de una morsa, y por encima del hielo saltó un chorro de sangre ardiente, como un surtidor. Yo me acordé entonces de mis tretas; me puse a soplar, y mis veleros, las altas montañas de hielo, aprisionaron los botes. ¡Qué tumulto, entonces! ¡Qué manera de silbar y de gritar! pero yo silbaba más que ellos. Hubieron de depositar sobre el hielo los cuerpos de las morsas capturadas, las cajas y los aparejos; yo les vertí encima montones de nieve, y forcé las embarcaciones bloqueadas, a que derivaran hacia el Sur con su botín, para que probasen el agua salada. ¡Jamás volverán a la Isla de los Osos!

– ¡Cuánto mal has hecho! -le dijo su madre.

– Otros te contarán lo que hice de bueno – replicó el viento-. Pero ahí tenemos a mi hermano de Poniente; es el que más quiero; sabe a mar y lleva consigo un frío delicioso.

– ¿No es el pequeño Céfiro? -preguntó el príncipe.

– ¡Claro que es el Céfiro! -respondió la vieja-, pero no tan pequeño. Antes fue un chiquillo muy simpático, pero esto pasó ya. Realmente tenía aspecto salvaje, pero se tocaba con una especie de casco para no lastimarse. Empuñaba una porra de caoba, cortada en las selvas americanas, pues gastaba siempre de lo mejor.

– ¿De dónde vienes? -preguntóle su madre.

– De las selvas vírgenes -respondió-, donde los bejucos espinosos forman una valla entre árbol y árbol, donde la serpiente de agua mora entre la húmeda hierba, y los hombres están de más.

– ¿Y qué hiciste allí?

– Contemplé el río profundo, lo vi precipitarse de las peñas levantando una húmeda polvareda y volando hasta las nubes para captar el arco iris. Vi nadar en el río el búfalo salvaje, pero era más fuerte que él, y la corriente se lo llevaba aguas abajo, junto con una bandada de patos salvajes; al llegar a los rabiones, los patos levantaron el vuelo, mientras el búfalo era arrastrado. Me gustó el espectáculo, y provoqué una tempestad tal, que árboles centenarios se fueron río abajo y se hicieron trizas.

– ¿Eso es cuanto se te ocurrió hacer? -preguntó la vieja.

– Di volteretas en las sabanas, acaricié los caballos salvajes y sacudí los cocoteros. Sí, tengo muchas cosas que contar; pero no hay que decir todo lo que uno sabe, ¿verdad, vieja? -. Y dio tal beso a su madre, que por poco la tumba; era un mozo muy impulsivo. Presentóse luego el viento Sur, con su turbante y una holgada túnica de beduino.

– ¡Qué frío hace aquí dentro! -exclamó, echando leña al fuego-. Bien se nota que el viento Norte fue el primero en llegar.

– ¡Hace un calor como para asar un oso polar! -replicó aquél.

– ¡Eso eres tú, un oso polar! -dijo el del Sur.

– ¿Queréis ir a parar al saco? -intervino la vieja-. Siéntate en aquella piedra y dinos dónde has estado.

– En Africa, madre -respondió el interpelado-. Estuve cazando leones con los hotentotes en el país de los cafres. ¡Qué hierba crece en sus llanuras, verde como aceituna! Por allí brincaba el ñu; un avestruz me retó a correr, pero ya comprendéis que yo soy mucho más ligero. Llegué después al desierto de arenas amarillas, que parece el fondo del mar. Encontré una caravana; estaba sacrificando el último camello para obtener agua, pero le sacaron muy poca. El sol ardía en el cielo, y la arena, en el suelo, y el desierto se extendía hasta el infinito. Me revolqué en la fina arena suelta, arremolinándola en grandes columnas. ¡Qué danza aquélla! Habrías visto cómo el dromedario cogía miedo, y el mercader se tapaba la cabeza con el caftán, arrodillándose ante mí como ante Alá, su dios. Quedaron sepultados, cubiertos por una pirámide de arena. Cuando soplé de nuevo por aquellos lugares, el sol blanqueará sus huesos, y los viajeros verán que otros hombres estuvieron allí antes que ellos. De otro modo nadie lo creería, en el desierto.

– Así, sólo has cometido tropelías -dijo la madre-. ¡Al saco! ­Y en un abrir y cerrar de ojos agarró al viento del Sur por el cuerpo y lo metió en el saco. El prisionero se revolvía en el suelo, pero la mujer se le sentó encima, y hubo de quedarse quieto.

– ¡Qué hijos más traviesos tienes! -observó el príncipe.

– ¡Y que lo digas! -asintió la madre-; pero yo puedo con ellos. ¡Ahí tenemos al cuarto! Era el viento de Levante y vestía como un chino.

– Toma, ¿vienes de este lado? -preguntó la mujer-. Creía que habrías estado en el Paraíso.

– Mañana iré allí -respondió el Levante-, pues hará cien años que lo visité por última vez. Ahora vengo de China, donde dancé en torno a la Torre de Porcelana, haciendo resonar todas las campanas. En la calle aporreaba a los funcionarios, midiéndoles las espaldas con varas de bambú; eran gentes de los grados primero a noveno, y todos gritaban: «¡Gracias, mi paternal bienhechor! », pero no lo pensaban ni mucho menos. Y yo venga sacudir las campanas: ¡tsing-tsang-tsu!

– Siempre haciendo de las tuyas -dijo la madre-. Conviene que mañana vayas al Paraíso; siempre aprenderás algo bueno. Bebe del manantial de la sabiduría y tráeme una botellita de su agua.

– Muy bien -respondió el Levante-. Pero, ¿por qué metiste en el saco a mi hermano del Sur? ¡Déjalo salir! Quiero que me hable del Ave Fénix, pues cada vez que voy al jardín del Edén, de siglo en siglo, la princesa me pregunta acerca de ella. Anda, abre el saco, madrecita querida, y te daré dos bolsas de té verde y fresco, que yo mismo cogí de la planta.

– Bueno, lo hago por el té y porque eres mi preferido-. Y abrió el saco, del que salió el viento del Sur, muy abatido y cabizbajo, pues el príncipe había visto toda la escena.

– Ahí tienes una hoja de palma para la princesa -dijo-. Me la dio el Ave Fénix, la única que hay en el mundo. Ha escrito en ella con el pico toda su biografía, una vida de cien años. Así podrá leerla ella misma. Yo presencié cómo el Ave prendía fuego a su nido, estando ella dentro, y se consumía, igual que hace la mujer de un hindú. ¡Cómo crepitaban las ramas secas!. ¡Y qué humareda y qué olor! Al fin todo se fue en llamas, y la vieja Ave Fénix quedó convertida en cenizas; pero su huevo, que yacía ardiente en medio del fuego, estalló con gran estrépito, y el polluelo salió volando. Ahora es él el soberano de todas las aves y la única Ave Fénix del mundo. De un picotazo hizo un agujero en la hoja de palma; es su saludo a la princesa.

– Es hora de que tomemos algo -dijo la madre de los vientos, y, sentándose todos junto a ella, comieron del ciervo asado. El príncipe se había colocado al lado del Levante, y así no tardaron en ser buenos amigos.

– Dime -preguntó el príncipe-, ¿qué princesa es ésta de que hablabas, y dónde está el Paraíso?

– ¡Oh! -respondió el viento-. Si quieres ir allá, ven mañana conmigo; pero una cosa debo decirte: que ningún ser humano estuvo allí desde los tiempos de Adán y Eva. Ya lo sabrás por la Historia Sagrada.

– Sí, desde luego -afirmó el príncipe.

– Cuando los expulsaron, el Paraíso se hundió en la tierra, pero conservando su sol, su aire tibio y toda su magnificencia. Reside allí la Reina de las hadas, y en él está la Isla de la Bienaventuranza, a la que jamás llega la muerte y donde todo es espléndido. Móntate mañana sobre mi espalda y te llevaré conmigo; creo que no habrá inconveniente. Pero ahora no me digas nada más, quiero dormir. De madrugada despertó el príncipe y tuvo una gran sorpresa al encontrarse ya sobre las nubes. Iba sentado en el dorso del viento de Levante, que lo sostenía firmemente. Pasaban a tanta altura, que los bosques y los campos, los ríos y los lagos aparecían como en un gran mapa iluminado.

– ¡Buenos días! -dijo el viento-. Aún podías seguir durmiendo un poco más, pues no hay gran cosa que ver en la tierra llana que tenemos debajo. A menos que quieras contar las iglesias; destacan como puntitos blancos sobre el tablero verde -. Llamaba «tablero verde» a los campos y prados.

– Fue una gran incorrección no despedirme de tu madre y de tus hermanos -dijo el príncipe.

– El que duerme está disculpado -respondió el viento, y echó a correr más velozmente que hasta entonces, como podía comprobárse por las copas de los árboles, pues al pasar por encima de ellas crepitaban las ramas y hojas; y podían verlo también en el mar y los lagos, pues se levantaban enormes olas, y los grandes barcos se zambullían en el agua como cisnes. Hacia el atardecer, cuando ya oscurecía, contemplaron el bello espectáculo de las grandes ciudades iluminadas salpicando el paisaje. Era como si hubiesen encendido un pedazo de papel y se viesen las chispitas de fuego extinguiéndose una tras otra, como otros tantos niños que salen de la escuela. El príncipe daba palmadas, pero el viento le advirtió que debía estarse quieto, pues podría caerse y quedar colgado de la punta de un campanario. El águila de los oscuros bosques volaba rauda, ciertamente, pero le ganaba el viento de Levante. El cosaco montado en su caballo, corría ligero por la estepa, pero más ligero corría el príncipe.

– ¡Ahora verás el Himalaya! -dijo el viento-. Es la cordillera más alta de Asia, y no tardaremos ya en llegar al jardín del Paraíso -. Torcieron más al Sur, y pronto percibieron el aroma de sus especias y flores. Higueras y granados crecían silvestres, y la parra salvaje tenía racimos azules y rojos. Bajaron allí y se tendieron sobre la hierba donde las flores saludaron al viento inclinando las cabecitas, como dándole la bienvenida.

– ¿Estamos ya en el Paraíso? -preguntó el príncipe.

– No, todavía no -, respondió el Levante-, pero ya falta poco. ¿Ves aquel muro de rocas y el gran hueco donde cuelgan los sarmientos, a modo de cortina verde? Hemos de atravesarlos. Envuélvete en tu capa; aquí el sol arde, pero a un paso de nosotros hace un frío gélido. El ave que vuela sobre aquel abismo, tiene el ala del lado de acá en el tórrido verano, y la otra, en el invierno riguroso.

– Entonces, ¿éste es el camino del Paraíso? -preguntó el príncipe. Hundiéronse en la caverna; ¡uf!, ¡qué frío más horrible!, pero duró poco rato: El viento desplegó sus alas, que brillaron como fuego. ¡Qué abismo! Los enormes peñascos de los que se escurría el agua, se cernían sobre ellos adoptando las figuras más asombrosas; pronto la cueva se estrechó de tal modo, que se vieron forzados a arrastrarse a cuatro patas; otras veces se ensanchaba y abría como si estuviesen al aire libre. Habríanse dicho criptas sepulcrales, con mudos órganos y banderas petrificadas.

– ¿Vamos al Paraíso por el camino de la muerte? -preguntó el príncipe; pero el viento no respondió, limitándose a señalarle hacia delante, de donde venía una bellísima luz azul. Los bloques de roca colgados sobre sus cabezas se fueron difuminando en una
especie de niebla que, al fin, adquirió la luminosidad de una blanca nube bañada por la luna. Respiraban entonces una atmósfera diáfana y tibia, pura como la de las montañas y aromatizado por las rosas de los valles. Fluía por allí un río límpido como el mismo aire, y en sus aguas nadaban peces que parecían de oro y plata; serpenteaban en él anguilas purpúreas, que a cada movimiento lanzaban chispas azules, y las anchas hojas de los nenúfares reflejaban todos los tonos del arco iris, mientras la flor era una auténtica llama ardiente, de un rojo amarillento, alimentada por el agua, como la lámpara por el aceite. Un sólido puente de mármol, bellamente cincelado, cual si fuese hecho de encajes y perlas de cristal, conducía, por encima del río, a la isla de la Bienaventuranza, donde se hallaba el jardín del Paraíso. El viento cogió al príncipe en brazos y lo transportó al otro lado del puente. Allí las flores y hojas cantaban las más bellas canciones de su infancia, pero mucho más melodiosamente de lo que puede hacerlo la voz humana. Y aquellos árboles, ¿eran palmeras o gigantescas plantas acuáticas? Nunca había visto el príncipe árboles tan altos y vigorosos; en largas guirnaldas pendían maravillosas enredaderas, tales como sólo se ven figuradas en colores y oro en las márgenes de los antiguos devocionarios, o entrelazadas en sus iniciales. Formaban las más raras combinaciones de aves, flores y arabescos. Muy cerca, en la hierba, se paseaba una bandada de pavos reales, con las fulgurantes colas desplegadas. Eso parecían… pero al tocarlos se dio cuenta el príncipe de que no eran animales, sino plantas; eran grandes lampazos, que brillaban como la esplendoroso cola del pavo real. El león y el tigre saltaban como ágiles gatos por entre los verdes setos, cuyo aroma semejaba el de las flores del olivo, y tanto el león como el tigre eran mansos; la paloma torcaz relucía como hermosísima perla, acariciando con las alas la melena del león, y el antílope, siempre tan esquivo, se estaba quieto agitando la cabeza, como deseoso de participar también en el juego. En éstas llegó el Hada del Paraíso. Su vestido relucía como el sol, y en su rostro se pintaba la dulzura de una tierna madre que goza contemplando a su hijito. Era joven y hermosa, y la seguían varias bellísimas doncellas, todas con una rutilante estrella en el cabello. El viento de Levante le entregó la hoja escrita del Ave Fénix, y al verla los ojos del Hada brillaron de alegría. Tomando de la mano al príncipe lo condujo a su palacio, cuyas paredes presentaban los colores de los más hermosos pétalos de tulipán cuando se colocan frente al sol; el techo era una enorme flor radiante, y cuanto más se miraba en su interior, más hondo parecía su cáliz. El príncipe se encaminó a una de las ventanas, y al mirar por uno de sus cristales, vio el árbol de la ciencia del bien y del mal, con la serpiente, y Adán y Eva al lado. – ¿Pero no los echaron? – preguntó; a lo que el Hada, sonriendo, le explicó que el tiempo había grabado su imagen en cada cristal, pero no de la manera a que estamos acostumbrados, sino que tenía vida: las hojas de los árboles se movían, y las criaturas humanas iban y venían como vistas en un espejo. Al mirar por otro cristal se le ofreció el cuadro del sueño de Jacob, con la escalera que llegaba hasta el cielo, y los ángeles subían y bajaban balanceándose. Sí, todo lo que había sucedido en esta Tierra, revivía y se agitaba en aquellos cristales; cuadros tan primorosos, sólo el tiempo podía grabarlos. El Hada, siempre sonriente, lo llevó luego a una espaciosa y elevada sala de paredes transparentes, adornadas con retratos, a cual más hermoso. Eran millones de bienaventurados, que sonreían v cantaban, confundiéndose sus cantos en una melodía única; los de la parte superior eran tan pequeños, que parecían más diminutos que el más minúsculo capullo de rosa dibujado sobre el papel como un punto de color. En el centro de la sala se levantaba un corpulento árbol de frondosas ramas colgantes; manzanas doradas, grandes y pequeñas, pendían, a modo de naranjas, entre las verdes hojas. Era el árbol de la ciencia del bien y el mal, de cuyo fruto comieron Adán y Eva. De cada hoja goteaba un rocío colorado y brillante; parecía como si el árbol llorase lágrimas de sangre.

– Subamos a la barca -dijo el Hada-. Nos refrescaremos en las aguas ondeantes. El bote se balancea, pero no se mueve del lugar; son todos los países del globo los que desfilan ante nuestros ojos -. Era maravilloso ver desfilar las riberas. Pasaron los encumbrados Alpes cubiertos de nieve, con nubes y negros abetos; la trompa sonaba melancólicamente, y el pastor lanzaba al valle sus bonitas canciones tirolesas. Después, los plataneros inclinaron sobre la barca sus largas ramas colgantes, cisnes negros como azabache aparecieron flotando en el agua, y los animales y las flores más raras surgieron en la orilla: era Australia, el quinto continente, que desfilaba con su perspectiva de montañas azules. Oyóse el canto de los sacerdotes, y vieron a los salvajes bailando al son de los tambores y las trompas de hueso. Pasaron también las pirámides de Egipto, con sus cúspides elevándose hasta las nubes, y columnas derribadas y esfinges medio sepultadas en la arena. Auroras boreales brillaron sobre los glaciares del Norte, verdadero castillo de fuegos artificiales que nadie habría sido capaz de imitar. El príncipe se sentía feliz, contemplando cien veces más cosas de las que aquí podemos enumerar.

– ¿Puedo quedarme para siempre? – preguntó.

– Eso depende de ti -respondióle el Hada-. Si no caes en la tentación, como Adán, de hacer lo que se te prohiba, puedes quedarte aquí.

– Jamás tocaré las manzanas del árbol de la ciencia del bien y del mal -protestó el príncipe-. Hay millares de frutos tan hermosos como ellas.

– Piénsalo bien, y si no te sientes lo bastante fuerte, vuélvete con el viento de Levante que te trajo; se marcha hoy, y no regresará hasta dentro de cien años. Para ti, el tiempo transcurrirá en este lugar como si fuesen cien horas; pero es mucho para resistir a la tentación y al pecado. Cada noche, cuando me separe de ti, te llamaré: «¡Ven conmigo! ». Te haré señas con la mano, pero no debes seguirme. No vengas, pues a cada paso que des, tu afán será más fuerte; entrarás en la sala donde crece el árbol de la ciencia del bien y del mal. Yo duermo bajo sus colgantes ramas olorosas; te inclinarás sobre mí y tendré que sonreírte; pero si me besas en la boca, se hundirá el Paraíso en la tierra y lo habrás perdido. Sentirás en torno a ti el fuerte viento del desierto, la fría lluvia se escurrirá por tu cabello. Serán tu herencia la aflicción y el sufrimiento.

– ¡Me quedo! -exclamó el príncipe. Y el viento de Levante, depositando un beso en su frente, le dijo: – Sé fuerte, y volveremos a encontrarnos aquí dentro de cien años. ¡Adiós, adiós! Y extendió sus alas en toda su amplitud; brillaban como los relámpagos de otoño, en tiempo de la cosecha, o como la aurora boreal en el frío invierno.

– ¡Adiós, adiós! -repitieron a coro todas las flores y todos los árboles. Hileras de cigüeñas y pelícanos, semejantes a cintas flotantes, lo acompañaron hasta el límite del jardín.

– Vamos ahora a empezar nuestras danzas -dijo el Hada-. Al final, cuando haya bailado contigo, verás, a la hora de la puesta del sol, que te hago signos, y me oirás gritarte: «¡Ven conmigo! ». Pero guárdate de hacerlo. Por espacio de cien años tengo que repetir todas las noches la misma escena; cada vez, cuando el tiempo haya pasado, serás más fuerte, hasta que ya ni siquiera pensarás en ello. Pero hoy es la primera vez. Estás advertido. El Hada lo condujo a una gran sala de lirios blancos y transparentes; los amarillos estambres de cada flor eran una pequeña arpa de oro que sonaba como violines y flautas. Doncellas hermosísimas, vaporosas y esbeltas, vestidas de ondeante crespón que revelaba la belleza de sus cuerpos, danzaban y cantaban la alegría de vivir, y que no morirían nunca, y que el jardín del Edén florecería eternamente. Se puso el sol, todo el cielo se tornó de oro, un oro que pintaba los lirios como las más exquisitas rosas, y el príncipe bebió del espumoso vino que le ofrecieron las doncellas, y experimentó una felicidad que nunca había conocido. Vio abrirse el fondo de la sala y aparecer el árbol del bien y del mal tan brillante, que lo deslumbraba; llegaba de él un canto dulce y delicioso, como de la voz de su madre, y parecióle que decía: «¡Hijo mío, hijo mío querido! ». Entonces lo llamó el Hada, cariñosa: «¡Ven conmigo, ven conmigo! ». Y él se precipitó a su encuentro, olvidándose de su promesa ya la primera noche, mientras ella no cesaba de hacerle señas y sonreírle. El aroma que lo envolvía se hizo más intenso, las arpas sonaban más melodiosamente aún, y fue como si millones de cabecitas sonrientes, desde la sala donde crecía el árbol, lo saludasen cantando: «¡Hay que conocerlo todo! ¡El hombre es el señor de la Tierra! ». Y no eran ya lágrimas de sangre lo que caía de las hojas del árbol de la ciencia del bien y el mal, sino centelleantes estrellas rojas; por lo menos, así le parecían. -«¡Ven! ¡ven! », resonaban las llamadas, frenéticas; y a cada paso sentía el príncipe mayor ardor en sus mejillas y más violencia en el movimiento de su sangre. «¡No puedo evitarlo! -dijo-. ¡No es pecado, no puede serlo! ¿Por qué no seguir a la belleza y al placer? Quiero verla dormida. Nada se perderá con tal que no la bese, y eso si que no lo haré: soy fuerte, y mi voluntad es firme». El Hada se quitó el radiante vestido y, apartando las ramas, en un instante quedó oculta tras ellas. «Todavía no he pecado -díjole el príncipe-, y no quiero hacerlo». Y, a su vez, separó las ramas. Ella dormía ya, bellísima como sólo puede serio el Hada del jardín del Paraíso. Sonreía en sueños; el mozo se inclinó sobre ella y vio lágrimas temblar entre sus párpados ¿Lloras por mí? -murmuró-. No llores, mujer celestial: Ahora comprendo la felicidad del Paraíso; corre por mi sangre, está en mis pensamientos, siento en mi cuerpo la fuerza del querubín y de la vida eterna; aunque haya de pagarlo con la noche perpetua, un instante como éste lo compensa con creces -. Y besó las lágrimas de sus ojos, y sus labios se posaron en los del Hada. Retumbó entonces un trueno, terrible y escalofriante como nadie oyera jamás, y todo se desplomó; la hermosa Hada y el esplendente Paraíso se hundieron lentamente. El príncipe los vio desaparecer en la noche tenebrosa; como una diminuta estrella rutilante brilló lejos, muy lejos. Un frío de muerte recorrió su cuerpo, cerró los ojos y cayó desmayado. Cuando recobró el sentido, le caía en el rostro una violenta lluvia, y un viento fortísimo soplaba sobre él. «¡Qué he hecho! -suspiró-. ¡He pecado como Adán! ¡He pecado, puesto que se ha hundido el Paraíso! ». Y abrió los ojos, viendo aún a lo lejos la estrella que brillaba como el Edén desaparecido; era la estrella matutina, allá en el cielo. Se incorporó, encontrándose junto a la gruta de los vientos; la madre de éstos estaba sentada a su lado; en su rostro habla una expresión airada. Levantando el brazo: – ¡Ya la primera noche! -dijo-. Bien me lo temí. Si fueses mi hijo irías derecho al saco.

– ¡Irá, irá! -dijo la Muerte. Era un hombre viejo y robusto, que llevaba en la mano una guadaña y un gran bieldo negro-. Irá a parar al ataúd, pero todavía no; lo marco solamente, y le dejaré que siga por algún tiempo en el mundo, para que haga penitencia y se mejore. Volveré un día, cuando menos me espere, lo encerraré en el negro ataúd y, poniéndolo sobre mi cabeza, volaré a las estrellas. También allí florece el jardín del Paraíso, y si ha sido bueno y piadoso entrará en él; pero si hay perversión en sus pensamientos, y en su corazón mora aún el pecado, será precipitado, dentro de su féretro, más abajo de lo que cayó el Paraíso, y sólo una vez cada mil años iré a buscarlo, para hundirlo más todavía, o para conducirlo a la estrella que brilla allá arriba.

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Flesch–Kincaid Grade-Level12
Gunning Fog Índice15.5
Coleman–Liau Índice10.6
SMOG Índice12
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Número de Caracteres27.973
Número de Letras21.931
Número de Frases320
Número de Palabras4.894
Promedio de Palabras por frase15,29
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